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Estados Unidos no es una tierra joven

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Chicago: jerarquía invisible de italianos despellejados de segunda generación, olor a gángsteres atrofiados, fantasmas triviales que te golpean en North y Halsted, Cicero, Lincoln Park, mendigos de sueños, el pasado invadiendo el presente, magia rancia de máquinas tragamonedas y bares de carretera.

Hacia el Interior: una vasta subdivisión, antenas de televisión hacia el cielo sin sentido. En casas sin vida flotan sobre los jóvenes, absorben un poco de lo que callan. Sólo los jóvenes traen algo, y lo no son por mucho tiempo. (Desde los bares de East St. Louis está la frontera muerta, días de botes fluviales) Illinois y Missouri, miasma de pueblos constructores de túmulos, postrada adoración a la Fuente de Comida, festivales crueles y feos, horror sin salida del Dios Centípedo se extiende desde Moundville a los desiertos lunares de las costas de Perú.

Estados Unidos no es una tierra joven: es vieja y sucia y malvada antes de los colonos, antes de los indios. El mal está allí, esperando.

Y siempre policías: refinados policías de academia, experimentados, murmullos apologéticos, ojos electrónicos tasan tu auto y tu equipaje, ropas y cara; idiotas gruñones de la gran ciudad, sheriffs de hablar suave con algo negro y amenazador en ojos viejos color de una camisa gastada de franela gris…

Y siempre problemas con el auto: en St. Louis cambiamos el Studebaker de 1942 (viene con una falla mecánica como el Rube) por una vieja limusina Packard se calentó y apenas llegó a Kansas City, y compramos un Ford resultó ser un quemador de aceite, cambiamos por un Jeep que apretamos demasiado (no son buenos para manejar por la carretera) y quemó algo dentro, traqueteando, volvimos al viejo Ford V-8. No hay nada mejor que ese motor, quemador de aceite o no.

Y el tedio de EE.UU. se cierra sobre nosotros como ningún otro tedio en el mundo, peor que los Andes, altos pueblos de montaña, viento frío que baja de cerros de postal, aire delgado como muerte en la garganta, pueblos fluviales de Ecuador, malaria gris como droga bajo un Stetson negro, escopetas que se cargan por el cañón, buitres picoteando las calles embarradas –y lo que te pega cuando te bajas del ferry de Malmo (no hay impuesto a la droga en el ferry) en Suecia echa fuera toda esa droga barata, libre de impuestos y te deja en el suelo: ojos desviados y el cementerio en mitad del pueblo (todos los pueblos en Suecia parecen estar construidos alrededor de un cementerio), y nada que hacer en la tarde, ningún bar ninguna película y reventé mi último paquete de té de Tánger y dije “K.E., regresemos ahora mismo en ese ferry”.

Pero no hay tedio como el tedio de EE.UU. No puedes verlo, no sabes de dónde viene. Toma uno de esos bares elegantes al final de una calle –cada bloque de casas tiene su propio bar y farmacia y mercado y licorería. Entras y te golpea. ¿Pero de dónde viene?

No del barman, no de los clientes, ni del plástico color crema que rodea los taburetes, ni del neón tenue. No siquiera de la TV.

Y nuestros hábitos se acrecientan con el tedio, como la cocaína te mantiene evitando la angustia de la C. Y la droga se estaba acabando. Así que aquí estamos en esta ciudad sin heroína, sólo con jarabe para la tos. Y vomité el jarabe y seguí manejando, el viento frío de primavera soplando a través de ese viejo montón de cosas alrededor de nuestros cuerpos tiritones, enfermos sudorosos y el frío con que siempre te angustias cuando la droga se acaba… A través del paisaje pelado, armadillos muertos en el camino y buitres sobre el pantano y cipreses muertos. Moteles con paredes de cholguán, estufa a gas, delgadas frazadas rosa.

Timadores itinerantes pequeños y animadores de carnaval han quemado los matasanos de Texas…

Y nadie cuerdo iría donde un matasanos de Louisiana. Ley estatal de drogas.

 

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